viernes, 27 de mayo de 2011

Un día malo lo tiene cualquiera



Ella estaba follando con el tipo. Cuando abrí la puerta chirriante de la caravana, lo estaban haciendo ahí mismo. Delante
de mis narices. Desde la entrada entre abierta,con la chapa de metal de la puerta despegada se oía ulular el viento de la llanura. Pero ellos estaban a lo que estaban. Y no
escucharon nada. Ni a mí abrir la puerta con la caja de doce cervezas, ni los resoplidos furiosos del tornado que se acercaba.
Sólo escuchaban su propio tornado. En sus cuerpos. Entre sus piernas.
Y bueno que se supone que debía de hacer yo. Dos tiros, pum, pum, y asunto arreglado. La caravana hecha una mierda de
sangre. Ocultar los cuerpos, más allá de la colina , donde comenzaba el desierto, o dejar que todo transcurriera como si tal
cosa. Es verdad, es verdad, no era la primera vez que mi mujer se tiraba, a un camionero. En realidad ya he perdido la cuenta.
A veces hay contabilidades que es mejor no seguir. Lo mejor, sería volver a cerrar la puerta, dejar que terminaran y cuando
el trailer del camionero enfilara autopista delante, llegar, sonriente, como si nada, y decirle, ¡ Ey cariño, tenemos cerveza
fresca para todo el fin de semana. El viejo usurero de supermercado tenía un stock tirado de precio. Menuda barbacoa vamos
a hacernos con esto y los conejos que maté ayer con mi hurón y mi escopeta de caza!.
Sí, eso hubiera sido sin duda lo más civilizado. Y lo más inteligente. Nadie se hubiera visto metido en problemas.
Pero hay veces que el vaso está al límite de rebozar, que basta una diminuta gota para caer en la locura. Y eso nunca se
sabe cuando llegará. A veces ni llega. Se soporta todo. Y toda la vida es un inmenso desierto de autoconmiseración.
Pero esta vez fue el día en que esa última e impredecible gota del destino descendió lentamente, como si tuviera todo
el tiempo del mundo, sobre la copa en su límite.
Así que tomé mi escopeta de caza de dos cañones, mi canana de cartuchos, y entré de nuevo en la caravana. Y disparé y cargué,
y disparé y cargué, y disparé y cargué, en un paroxismo rayano a la locura, reía a carcajadas mientras volaban trozos
de piel, de dientes, de cabellos, de carne. Explosiones de roja sangre, estallaban por toda la caravana. De prontó se hizo
el silencio. Bajos mis pies descansaban más de treinta cartuchos. Y un olor a quemado impregnaba toda la caravana.
El dormitorio. La cocina. La puerta del water, el saloncito, las cortinas de flores. Todo estaba empapado de una brillante
sangre carmesí. Yo mismo estaba empapado entero de la sangre de ellos.
Abrí la puerta de la caravana, me puse la escopeta sobre los hombros. Me encendí un cigarillo con mi encendedor Zippo.
Y me senté en una sillita de playa con un estampado de  rayas de colores alegres. Había dos. Ella y yo las utilizabamos para comer fuera los días que hacía bueno.
Y yo estaba empapado de sangre. Sentía su pegajoso tacto por todo el cuerpo. Saqué el paquete de tabaco. Me puse un pitillo
entre los labios. El sol calentaba pero no quemaba. Dios, se estaba realmente bien, bajo este sol.
Se estaba de puta madre recibiendo este calor, mientras me distraía haciendo volutas con el humo blanquecino del cigarrillo que fumaba.

(Juanma Miranda)

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