martes, 19 de julio de 2011

Lágrimas rojas


En la cultura china hay una hermosa leyenda sobre el corazón perdido en la inmensidad del abandono. Dicen que a un corazón que se rompe y se desgaja en mil pedazos por un amor no correspondido y sangra por ese dolor, hay que colocarle una piedra de jade sobre el pecho, en la situación exacta de dicho corazón. La piedra transmitirá a la víscera palpitante la dureza de su materia, y el corazón comunicará al jade su dolor en silencio. Y ese corazón, se calmará en su desconsuelo, y se pacificará en su sufrimiento, y se purificará en su dolor. Y al final dejará de sangrar.
Paula y Víctor se reunían una sola semana al año. Siempre la misma semana. Desde hacía veinte años en que se conocieron por los azares del destino, en un pequeño hotel familiar de playa en Altea. Después de intercambiar las imprecisas primeras frases, las primeras caricias, nacidas de la blancura de las sábanas, de las jornadas en la playa y en el mar de los dioses y los héroes mitológicos, de varias noches haciendo el amor durante inagotables horas, de una manera tierna y furiosa, decidieron que esa y no otra, por encima de cualquier obstáculo o cirncunstancia vital, sería su semana a lo largo de sus vidas.
Cada año, ambos deshacían planes, se liberaban de compromisos, eliminaban cualquier traba para que nada ni nadie le impidieran gozar de esas noches y días unidos, empapados de sudor, hundidos por la lóbrega oscuridad del deseo. Esos días eran la despensa de calor de ambos para soportar el gélido y cenizo cielo del invierno. Como alguien escribió, el invierno debe ser muy crudo, para quien no alberga cálidos recuerdos. Cuando Víctor la penetraba, Paula sentía que amaba cada año por primera vez, en esa semana, en una infinita concatenación de instantes eróticos, como jamás había sentido con nadie. La inercia de ambos era la inevitabilidad del signo de sus destinos entrelazados.
Paula llegó al hotelito de Altea con su Morris de techo arlequinado, Aparcó y buscó el coche de Víctor y no lo encontró. Al menos el que ella conocía. Desde que había dejado a su marido y a sus hijos, hacía varias horas, temprano, casi al amanecer, una lujuria rampante le impelía a correr más y más por la autopista de la costa. De prisa, de prisa. Le dictaba su corazón, urgente y ansiando ese encuentro. La familia que regentaba el hotel, siempre les tuvo por un matrimonio que les eran fieles y le gustaba reservarse esa semanita desde hacia veinte años para estar solos por unos días. No les pareció extraño que Paula se presentara sola, pensaron que su marido, Víctor estaría en la ciudad, atrapado tras una montaña de expedientes urgentes, y que llegaría en escasa horas.
Paula esperó en su habitación. Abrió la ventana del cuarto, contempló el mar de la felicidad, y la Cala de Calafate. Ellos nunca se comunicaban a lo largo del año. Nunca. Ni por teléfono, móvil, mails, ni de ninguna otra manera. Había un vínculo, una certeza infinita que le unía y les conducía esos días al punto de encuentro. Cada año, al dejar el hotel, de manera tácita reservaban la misma semana de agosto del año siguiente. Y cada uno sabia que era la cita era exacta y eterna, Ambos sabían que nada ni nadie, tan sólo la muerte pondría fin a este círculo concéntrico y sin fin de encuentros en el placer de la carne y el éxtasis de los instantes infinitos. Por ello Paula se azoró. Víctor nunca se demoraba más de una hora. Con una sincronía de relojes biológicos, ambos confluían como dos ríos, en el mismo mar, y en el se hundían para renacer. Pasaron las horas, llegó la tarde, y el mar con su sol de corazón sangrante de gotas naranjas, fucsias, rosas, ocres, parecían instalar en el alma de Paula una certeza en la que se negaba en creer. Pasó en aquella cama hecha con maderos de barcos y doseles blancos, la primera noche sola en veinte años. Y tras la primera noche llegó la segunda en soledad, y la tercera. Y a la oscuridad le sucedía tan sólo más oscuridad. Paula se aferraba a una última esperanza como un naufrago al maderamen de su navío hundido.
El último día de esa semana en soledad, Paula había agotado todo el dolor del mundo. Pagó la cuenta, y metió su bolsa en el maletero de su pequeño coche. Y tomó la carretera del sur. Y era ya tarde. El ocaso quedó a su espalda. El crepúsculo como un disco magnético y naranja estaba centrado en el cristal trasero de su coche. Paula pensó en sus estudios de filología, y recordó que la palabra occidente, el lugar donde se oculta el sol, procedía del vocablo latino occidĕre que significa: caer y también, morir. Paula sintió el final de algo, quizás el final de todo. Se unió a la fila de domingueros que volvían ala ciudad después de una jornada familiar de playa. Con los coches atestados de sillas, mesas, neveras y bañadores aún húmedos y las pieles todavía saladas. Y se sintió la persona más sola del mundo, como si la existencia, sí la vida, toda su vida se hubiera consumido en una cita más allá del tiempo y del espacio y ya no tuviera ninguna resurrección. Cómo si todo, absolutamente todo se hubiera borrado de la faz de la tierra definitivamente por una inmensa marea de lágrimas rojas.
(Juanma Miranda)

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